La fecha fatídica
Mario Alonso Prado Cabrera.
Históricamente, para México los años 11 han tenido una significación especial, incluso más que la del 10 que se ha venido considerando como una fecha con sino fatal.
Tanto 1811 como 1911 fueron en su momento el periodo de verdadera transición hacia los caminos sin retorno de la Independencia y la Revolución.
En el primer caso, significó el cierre de la posibilidad de una solución rápida y negociada del movimiento insurgente con la derrota de Miguel Hidalgo y su posterior fusilamiento por la élite criolla, horrorizada por las carnicerías cometidas en Guanajuato y Guadalajara; pasando ese mismo año el liderazgo a José María Morelos que desde Tierra Caliente dio inicio a la verdadera etapa armada y al primer atisbo de una nación mexicana independiente.
En el segundo, la revuelta de Francisco I. Madero contra la dictadura de Porfirio Díaz a finales de 1910 languidecía con la caída de Aquiles Serdán, los Leyva y otros pequeños grupos fácilmente dominados por el ejército en el centro; parecía que al igual que con Hidalgo, la rebelión estaba sofocada, pero como cien años antes, la aparición de verdaderos estrategas como Pascual Orozco, Francisco Villa y Emiliano Zapata, dieron nuevo impulso al maderismo que ya pensaba en marcharse al exilio a los Estados Unidos.
Asimismo, las seguridades de la clase política, militar y empresarial de que la paz continuaría fueron quebrantadas precisamente en el curso de esos meses, y para inicios de 1912, México se dirigía hacia un convulsionado proceso de cambio.
No bastaron la jura de la Constitución de Cádiz ni la elección democrática de Madero, la chispa estaba encendida y las estructuras inmóviles por años empezaban a derrumbarse; el golpe militar de Félix María Calleja y el de Victoriano Huerta no trajeron la paz que sus impulsores buscaban, al contrario hicieron estallar de manera más virulenta los rencores de clase.
Las conclusiones de ambos sucesos fueron la independencia que se sacudió a la colonia y la nación moderna que dejó atrás definitivamente el siglo XIX.
Diez décadas después hemos de preguntarnos si no estamos entrando a un camino similar, la república entra en una cada vez más grave crisis política que no logra resolver los problemas de pobreza e inseguridad, para muchos la tentación autoritaria es la mejor salida a una democracia parchada que no ha dado el resultado que se esperaba.
Paradójicamente, tanto en 1810 como en 1910, México no tenía la violencia que hoy estamos observando, el mejor ejemplo de ello es que el grito de Hidalgo no tuvo eco más que en una zona muy limitada, y en el caso de Madero, fuera de Chihuahua y Morelos no pasó nada.
En cambio ahora, el desorden, los asesinatos y una guerra no declarada cubren desde Tijuana hasta Tuxtla Gutiérrez, nadie como entonces puede presumir tener las seguridades de los que hacían negocios, cultivaban las tierras, vendían mercaderías o se dedicaban a la burocracia y la política sin mayores sobresaltos.
Quienes han insistido en ver el 10 como el año maldito para México, olvidan que los sucesos que hicieron estallar estas tierras iniciaron realmente durante todo el 11 y perdieron proporción del 12 en adelante.
Hoy a diferencia de entonces, no se ve un líder en el horizonte que pueda canalizar estas fuerzas y desahogarlas, ya sea en una elección o en una revolución; las fuerzas históricas se mueven por inercia en medio de la mezquindad y la carencia de visión; dejando todo en manos de las fuerzas más extremistas y retardatarias: el ejército y la delincuencia.
La conclusión a la que podemos llegar es que invariablemente, la fecha fatídica está aquí, y a diferencia de hace 200 y 100 años, no estamos sentados sobre un barril de pólvora con una mecha a punto de acabarse; éste ya estalló y derramó la destrucción por todas partes; ¿hasta cuando nos daremos cuenta?
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